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Ella buscaba un corazón

para vivir cuando muera

 

Ya paso mucho tiempo de lo sucedido. Algo más de cincuenta años. Apenas contaba con dieciocho y volvía de Alemania, tras haber hecho un intercambio estudiantil. ¡Una experiencia imborrable!

Ahora  que soy “algo” más grande, puedo comprender perfectamente las palabras de mi viejo cuando me decía:  -“¡Como te envidio Tuty!”, viví intensamente cada momento de tu vida, porque cada segundo es irrepetible-

El viejo tenía razón. El intercambio me produjo un impacto de consciencia tan grande que cambió totalmente mi forma de pensar y ver las cosas.

Confieso que no fue fácil. Los primeros días todo era novedad y podía saborear los aires de aventura, pero poco después, y a pesar del afecto de Petra (mi mamá adoptiva de intercambio en Zeuthen) sentía el ahogo de estar lejos de mis afectos y extrañaba mucho a mis hermanos.

Un idioma nuevo que debía aprender, costumbres diferentes, lugares y olores desconocidos,  amores tan intensos como fugaces (porque así son los primeros amores) y lazos invisibles que se iban generando en torno a mi corazón, hincando sus raíces.

Sufrí. Lloré por estar lejos de la familia el día que cumplía 18 años. También compartí exquisitos momentos con personas de diferentes partes del mundo.
Y, como todo en la vida, un día me encontré haciendo las valijas para volver. El tiempo de intercambio había terminado y con él, mi adolescencia.

Era otra persona la que regresaba de Alemania. Alguien que ya tenía capacidad de apreciar los afectos y valorar lo logrado con esfuerzo.

Petra me llevó al aeropuerto. Era una mañana de Julio, calurosa y húmeda.  Anna y Paul -mis hermanos adoptivos- prefirieron quedarse en la casa. Creyeron que evitando las despedidas, también evitarían la pena de mi partida. Todo fue inútil. Aún hoy, los recuerdo con mucho cariño.


En el  aeropuerto de Frankfurt sentía aún la garganta anudada. Decidí concentrarme en el trámite del chek-in y el despacho de equipajes.  Todo fue organizado y en pocos minutos estaba terminado.

Dejaba atrás seis meses vividos intensamente, “casi” como mi padre me había aconsejado.

Sentí algo de hambre y decidí comprar algunas cosas y gastar mis últimos euros.  Tenía treinta minutos libres y decidí caminar por el aeropuerto en busca de alguien con quien conversar. Nunca fui muy osado, pero mi estancia en Europa, y tal vez  la necesidad de practicar el idioma alemán y perfeccionar mi ingles, me impulsaban a entablar conversación con extraños, cosa  que lograba con mucha facilidad, y mucha más si ese extraño pertenecía al género femenino.

Fue así como conocí a Andrea. Mientras ella  conversaba con otra mujer en la sala de preembarque.
Su cara me resultaba extrañamente familiar, me acerque y con total desenfado le pregunté:
-¿Te conozco?-
-¡Seguro que no!- respondió secamente su amiga en tanto que ella me regaló una sonrisa cómplice que inundó mi alma al punto de embriagarme.
No tuve la menor posibilidad de reacción, y no por la respuesta cortante e incómoda de la amiga sino porque sentía intensamente que esa mujer, que recién había visto por primera vez en mi vida,  formaba parte de mi a tal punto que sin ella mi ser no se completaba.
Había en ella una expresión extraña. Sus ojos gritaban algo que yo no podía escuchar, sus labios semejaban un corazón latiente, pero pálido.

El anuncio de embarque rompió el hechizo. El movimiento de la gente, el nerviosismo propio de quienes emprenden un viaje que demandará más de medio día. Todo  fue muy rápido y sin darme cuenta me encontraba ya abordando el avión.
Busqué mi asiento. Acomodé mi mochila y me quedé en silencio. Aturdido por un conjunto de sensaciones y recuerdos, sentí nuevamente un nudo en la garganta. Pensé en todo lo vivido en los últimos meses y por primera vez conocí la nostalgia. Ese sentimiento que produce la presencia de las ausencias y que intenta retenerte en el pasado.

Dejaba atrás una historia que nunca jamás volvería a vivir. Podría volver a Alemania, obviamente, no dejaría de contactarme con los afectos que allí había cosechado; pero jamás lo haría con esa edad, jamás reviviría esos momentos. Nunca jamás. Porque yo tampoco sería el mismo.

Cada momento es irrepetible, vivilo con la mayor intensidad que puedas … -Si papá, ¡tenés razón!-

El avión tomó altura y fui dominado por el sopor de la presurización y la velocidad del despegue. Comenzaba el viaje de catorce horas que me devolvería a mi país.
Dormí un tiempo. No se cuanto.
Poco después decidí estirar las piernas. Necesitaba un vaso de agua. Caminaba por el pasillo hacia delante, buscando el primer bufete del avión y volví a ver a Andrea.
La cabina del avión tenía las luces atenuadas, pero la figura de ella era inconfundible. A pesar de haberla visto solo unos minutos, podría haberla reconocido en medio de una multitud de millones de personas. Estaba sola. Mantenía su mirada fija, como suspendida en la impiedad del tiempo.

-Hola- le dije en tanto me sentaba a su lado.
-Hola, ¿Como estas?- me respondió regalándome otra vez una adorable sonrisa
-Bien, estoy muy bien. ¿Viajas sola?- respondí
-Viajo con mi amiga. Ya la conociste, es la que te echó fly en el aeropuerto. Estas justamente ocupando su asiento. Ella  fue al baño- dijo riéndose.
-Ups, entonces debo irme antes que regrese y me rete de nuevo-
-No, no te hagas drama, podes quedarte, hay muchos asientos libres donde ella podrá quedarse-


A partir de ese momento comenzamos una conversación interminable en la cual fuimos advirtiendo que habíamos nacido para vivir la eternidad juntos.
Tal vez no existan palabras en ningún idioma sobre la tierra para describir ese sentimiento que hace desvanecer cualquier preocupación y que te impulsa a creer que el mundo solo está habitado por dos personas y nada, fuera de eso, tiene la menor importancia.
         Rubia, ojos verdes, delgada, de aproximadamente un metro sesenta de estatura, su aspecto angelical hacía dudar que fuera una persona de éste mundo.

Serena, de modales suaves y voz delicada, la hacían dueña de una conversación inteligente que le permitía dominar con habilidad el mundo que la circundaba.  Creo no equivocarme si digo que cualquiera que se acercara a ella no podría evitar enamorarse irremediablemente.

Resultará obvio que diga que comencé a sentirme atraído hacia Andrea más allá de lo físico, más allá del tiempo y de todo lo que podemos con palabras describir.  Solo puedo decir que tras haber  transcurrido las primeras diez horas del vuelo, sentía que mi vida no tenía sentido si debía vivirla sin ella.  Andrea me daba paz y a su lado nada me parecía imposible.

-Me gusta la rebeldía, la practico mucho y admiro a los rebeldes- dijo Andrea para después regalarme su primer beso. Que fue intenso, como una melodía que duró en mi mucho tiempo. No puedo decir cuanto (tal vez hasta hoy).
Supe, con absoluta certeza, que mi verdadera felicidad comenzó en ese momento.

Nuestras formas de pensar eran tan parecidas que cualquiera hubiera dicho que mentíamos tan solo para aparentar que coincidíamos en todo, para creer que nuestras almas eran gemelas y ya debíamos dar por terminada esa búsqueda que nos trajo a éste mundo para encontrar nuestra otra mitad.

Con rapidez me acostumbré a la dulzura de la presencia de Andrea, su conversación serena, su voz, su mirada, su aroma y sus gestos me resultaban tan familiares al punto tal que me angustiaba el solo pensar que en algún momento podrían faltarme. En pocas horas todo mi universo había logrado estar contenido en una sola persona.
Andrea.
Es muy probable que ella sintiera lo mismo. Lo sé. De lo contrario no me hubiera dicho ciertas cosas que, cualquier otro que las hubiese escuchado, pensaría que estábamos irremediablemente locos, pues a nadie, que no sintiera lo que nosotros, se le hubiese ocurrido, a solo horas de conocernos, hablar de los detalles de una vida juntos y hasta la forma en que conseguiríamos el dinero suficiente para no necesitar depender de nadie para poder finalizar nuestros estudios.

Entonces, Andrea tenía veintidós años, era artista, esculpía y  pintaba. Volvía de Italia, donde fue para perfeccionarse en técnicas de restauración de obras de arte y aprovechó el viaje para someterse a unos chequeos médicos en Roma.

-Perdoname- me dijo mientras rodeaba mi cara con sus cálidas manos.
-¿Perdonarte? ¿Qué debería perdonarte si vos me haces volver a creer que el cielo existe?-
-No. No es verdad. Lo que estoy haciendo no es justo. Pero te juro que no lo hago a propósito. Mis sentimientos son verdaderos. De verdad siento algo muy fuerte por vos. Algo que nunca había sentido por nadie- dijo Andrea.

No sabía si hablaba en serio. -Tal vez tenga novio y una vez que lleguemos a Buenos Aires todo esto terminaría. ¿Acaso Andrea jugaba conmigo?- pensé. Aunque no tenía valentía para tratar de descubrir qué era realmente lo que ella quería decirme.

Por momentos quedábamos en silencio. Andrea me ofrecía su cara perfecta y yo me perdía en el mar de sus ojos verdes. En  ellos encontraba la ternura que me redimía de todo mal.

-No es joda, siento que te quiero y no estoy flasheando- me animé a decirle dándole pie a que me dijera lo que menos quería escuchar. Y en su mirada estalló una generosa gratitud que acrecentó la conformidad de nuestras almas.
Con absoluta confianza me abandoné a disfrutar ese regalo.

Lo sé. Ya me lo han dicho antes. Muchas veces.  Nadie puede conocer a una persona en pocas horas y mucho menos amar a quien no se conoce.  Porque en tan poco tiempo solo entran en juego interacciones químicas que solo conjugan las coincidencias.  Pero me importan un bledo esas explicaciones. El amor, cuando es correspondido, es el mismo cielo. Se trata de un sentimiento que no se explica. Es como pretender entender a Dios.

El amor solo se siente. Y no hay explicación que valga. Nada hay más difícil  que describirlo.
Es muy cierto aquello de las “mariposas en el estómago”. ¡Es la forma más aproximada de explicarlo!.
La palabra  amor,  ni siquiera tiene un sinónimo ni término que se le acerque en significado. Es algo que uno no elige, se trata de un fenómeno que nos invade, que nos integra, que nos hace sentir verdaderamente vivos y eternos.
Puede creerse que es algo idiota, y de dudosa factura para un tipo de dieciocho años, pero desde aquel momento me di cuenta  que el amor es la razón por la que Dios aun no destruye este mundo enfermo.
Por amor vale la pena vivir, y aunque se nos complique infinitamente la existencia, para vivir realmente hay que amar.
Dejarse llevar por el amor, ese es el único camino que nos conduce a la felicidad.

Faltando tres horas para finalizar nuestro viaje, Andrea comenzó a sentirse mal. Su rostro, ahora más pálido, fue invadido por gestos de dolor.
Estaba descompensada. Tenía frío y su cuerpo comenzó a temblar.
La cubrí con una manta y recline su asiento. Unos hilos de sangre comenzaron a salir por su nariz. Los limpié y me pidió que le tomara de la mano.
-Por favor, no sueltes mi mano. Un viejo enemigo me ha ganado las últimas batallas y creo que viene ahora a librar la última. No te asustes. Todo será rápido. Es hora de darme por vencida, debo irme, y ahora puedo hacerlo en paz.  Finalmente nuestras almas ya se unieron-
Grité pidiendo ayuda. Pero Andrea me pidió que no lo hiciera, porque de nada serviría.
-Quiero estar solo con vos. Mi tiempo está terminando y parece que Dios escuchó mis oraciones. Necesitaba encontrar un corazón donde vivir cuando muera, y por suerte te encontré-
Creí perder el conocimiento y me sentí tragado por un repentino abismo, oscuro y silencioso. Borracho de nada y todo.
No se trataba de un novio celoso o de un padre desconfiado, era la misma muerte quien me la quitaba.
¡Nadie más incompatible con Andrea que la puta muerte! Pero era ella, la puta muerte que ostentaba una vez más su cercanía con la vida.

 

El futuro se me presentó como una región desierta en la que debía vagar y explorar sin ganas hasta encontrar mi propia paz.  
Solo me quedaba el consuelo de que la memoria me la devolviera tal y como la conocí: hermosa y rebelde como un ángel que escapó del cielo por unas horas, solo para amarme.  
Me preguntaba que era lo que podía hacer con ese amor. Creía imposible tener que esperar toda una vida para reencontrarme con Andrea, pero me resignaba al pensar que nuestras almas ya estaban unidas y me debatía en esa embriaguez victoriosa y triste.
Jamás, ni tan solo por unos minutos, culpé a la vida por haberme permitido conocerla. Nunca como entonces advertí la importancia de aquella frase de mi padre:  “Viví intensamente cada momento de tu vida, porque cada segundo es irrepetible” …

La vida fue buena conmigo, aunque jamás pudo saldar su deuda.
Me dio nietos y una buena mujer que me acompaña en la vejez. Me acercó muchas personas a quien quise y otras que me han querido, pero nunca volvieron esas “mariposas en el estómago” que sentí en mi regreso de Europa cuando conocí a ese ángel efímero que buscaba un corazón donde vivir cuando muera, y al que  yo le di el mío.

 

Pedrovivo
Basado en un sueño de mi hijo
Ushuaia, 3 de Julio de 2009

 

Si querés hacer algún comentario podes enviarlo a pedrovivo_@hotmail.com

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